No es casualidad que Donald Trump acuse a Venezuela de ser un “narcoestado”, que insista en que Colombia está dominada por cárteles o que repita que México está controlado por el crimen organizado. Estas afirmaciones no son simples declaraciones de campaña: son parte de una estrategia geopolítica cuidadosamente diseñada. Detrás de este discurso se construye una narrativa que busca justificar, ante la opinión pública internacional, una posible intervención militar en América Latina bajo el argumento de la “seguridad hemisférica”.
La táctica no es nueva. Durante la Guerra Fría, el enemigo fue el comunismo; después del 11 de septiembre, fue el terrorismo. Ahora, en el nuevo ciclo de poder global, el enemigo es el narcotráfico. La lógica es siempre la misma: se magnifica una amenaza, se deshumaniza al adversario y se presenta la intervención estadounidense como un acto moral, inevitable y hasta humanitario. Así justificaron guerras devastadoras en Irak, Afganistán y, más recientemente, el respaldo al genocidio en Palestina bajo el pretexto de combatir el “terrorismo”.
América Latina vuelve a ocupar un papel central en la estrategia de Washington. Con China expandiendo su influencia económica y Rusia consolidando su peso militar, Estados Unidos necesita reafirmar su dominio sobre lo que siempre consideró su “patio trasero”. La narrativa del “vecindario inseguro” ofrece la excusa perfecta para reactivar mecanismos de control político, militar y económico. De ese modo, los problemas estructurales de violencia en la región se convierten en una oportunidad para reimponer presencia bajo el disfraz de cooperación en seguridad.

Pero el discurso se desmorona ante los datos. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Estados Unidos consume cerca del 35% de la cocaína mundial, a pesar de representar solo el 4% de la población del planeta. Sin esa demanda interna, los cárteles latinoamericanos no tendrían la capacidad económica ni logística que hoy poseen. Y el problema va más allá del consumo: la infiltración del dinero del narcotráfico en el sistema financiero estadounidense está documentada. El caso más emblemático es el del banco HSBC, que en 2012 aceptó haber lavado 881 millones de dólares del Cártel de Sinaloa y la organización colombiana del Norte del Valle. Ningún ejecutivo pisó la cárcel.
Se acusa a México, a Colombia o a Venezuela de ser responsables del tráfico de drogas, pero se oculta que los mayores beneficiarios de ese sistema —los bancos, las corporaciones y los intermediarios financieros de Wall Street— permanecen impunes. Se criminaliza al productor y al país de tránsito, mientras se protege al consumidor y al lavador. Esa asimetría no es un error: es el corazón de la narrativa imperial.
Trump y su entorno entienden que para justificar una política de fuerza se necesita un enemigo visible, preferentemente latino. Lo que está en juego no es solo el control del narcotráfico, sino la capacidad de América Latina para decidir su propio rumbo en un momento de reacomodo global. Las acusaciones de Washington no buscan erradicar el crimen, buscan legitimar la intervención. Y frente a eso, el desafío de nuestros pueblos es reconocer el discurso, desmontarlo y defender la soberanía antes de que el “cuento del narcoestado” se convierta en la próxima excusa para la ocupación.











