¿Hasta qué punto puede deformarse la política cuando un poder económico decide financiar su propia verdad?
La pregunta no es retórica: México está viviendo un capítulo que debemos mirar de frente.
¿Qué ocurre cuando un empresario con gigantescas deudas fiscales decide traer propagandistas extranjeros para moldear la opinión pública y provocar inestabilidad? Ocurre exactamente lo que vemos hoy: una operación mediática orquestada, financiada y diseñada con precisión para pasar por una “Gen Z” indignada, cuando en realidad responde a intereses privados.
En el centro de esta maniobra aparecen dos nombres: Ricardo Salinas Pliego, uno de los empresarios con más negativos del país, y Javier Negre, un personaje que llegó a México envuelto en polémicas que no se pueden borrar.
Negre no es un periodista independiente ni un referente moral: es un agitador político sancionado en España por fabricar entrevistas, manipular información y violar la privacidad de una víctima. Y sin embargo, ha aterrizado en México ocupando un lugar privilegiado en la narrativa de la ultraderecha.
El cuestionamiento lógico es: ¿cómo logró ese espacio? ¿Quién apostó por él? La respuesta está documentada: fue Salinas Pliego quien financió, impulsó y facilitó la expansión de Negre en territorio mexicano, particularmente a través del medio ultraderechista “La Derecha Diario”, una plataforma utilizada para difundir campañas contra la izquierda mexicana, fabricar discursos de descontento y, sobre todo, proyectar una imagen de desestabilización social que poco tiene que ver con la realidad del país.
Cuando uno revisa los patrones de difusión detrás de la supuesta “Gen Z”, encuentra un ecosistema digital creado casi al unísono: cuentas nuevas, bots, influencers reciclados, perfiles con actividad coordinada y una narrativa idéntica a la que sectores de la ultraderecha han intentado posicionar en América Latina. La espontaneidad desaparece cuando la huella digital apunta siempre a los mismos nodos: los operadores de Negre y los círculos de influencia ligados a Salinas Pliego.
Es inquietante, pero no sorprendente. La ultraderecha internacional lleva años probando la misma receta: importar agitadores, amplificar el ruido, desacreditar a los gobiernos progresistas y manipular a sectores de la juventud con discursos artificiales de “rebeldía”. Ya ocurrió en España, en Brasil, en Argentina. Y ahora intentan replicar la fórmula en México.
La ironía es brutal: los mismos que llamaron “ninis” a los jóvenes, los mismos que se burlaron de las becas, los mismos que despreciaron los programas sociales que hoy sostienen el futuro de millones, son los que ahora quieren presentarse como líderes de una juventud “despierta”. Lo que buscan no es revolucionar nada, sino utilizar a los jóvenes como herramienta política.
Pero quizá lo más grave es el contexto moral de quien financia esta operación. Salinas Pliego mantiene una deuda con el Estado mexicano que supera los 40 mil millones de pesos. Una deuda que no es abstracta: es dinero que podría financiar hospitales, becas, universidades, infraestructura. Dinero del pueblo.
¿Puede alguien que se niega a pagar lo que debe al país erigirse como voz moral de la indignación pública? Es una contradicción demasiado grande como para pasar desapercibida.
El financiamiento a Negre y la estrategia de manipulación digital no son simples movimientos mediáticos: son esfuerzos deliberados por proyectar caos. Pero esta vez la operación enfrenta un obstáculo que no esperaban: la gente está mirando con más atención que nunca. El pueblo sabe distinguir cuando un movimiento nace desde abajo y cuando nace desde la superficialidad.
La verdadera juventud no necesita portavoces extranjeros ni millonarios en guerra con el Estado para expresar su inconformidad. Y la verdadera rebeldía no consiste en repetir discursos escritos por quienes nunca han defendido al pueblo, sino en defenderse precisamente de ellos.
La pregunta que queda es simple, pero decisiva: ¿permitirá México que intereses privados con operadores importados intenten incendiar al país? La respuesta, como siempre, está en la conciencia colectiva.
Y algo ha quedado claro en estos días: cuando el pueblo descubre quién paga la cuenta, también descubre quién miente.












