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Cuando la ley toca a los intocables

Cuando la ley toca a los intocables

POR: CarlosVZenteno

La Suprema Corte de Justicia de la Nación está por resolver una serie de juicios fiscales que llevan más de una década en suspensión, diferimiento y litigio. No se trata de errores contables menores, sino de miles de millones de pesos que el grupo empresarial de Ricardo Salinas Pliego no ha cubierto al fisco. La magnitud del caso no solo revela el tamaño del adeudo, sino el lugar que ocupa la élite empresarial dentro del diseño institucional del país.

Durante décadas, en México se construyó una narrativa funcional: los grandes empresarios eran “héroes económicos”, pilares del empleo y del progreso. Esa operación cultural —intencional y sostenida— normalizó que el Estado se ajustara a sus intereses, que las leyes se redactaran con márgenes para su beneficio y que la retórica del emprendimiento sirviera como coartada para eludir responsabilidades básicas. Mientras tanto, millones de trabajadores pagaron puntualmente impuestos sin cuestionar, porque simplemente no tenían la posibilidad de no hacerlo.

El resultado fue un modelo fiscal profundamente desigual:
autonomía para los de arriba, disciplina para los de abajo.

Ricardo Salinas Pliego encarna ese modelo.
Su figura no solo concentra poder económico y mediático, sino una posición simbólica: la del empresario que exige gratitud social, que se presenta como víctima del “Estado recaudador”, y que a la vez utiliza todos los mecanismos legales y políticos disponibles para no contribuir en proporción a su riqueza. El problema no es personal: es estructural. Representa una cultura donde el poder económico cree que el Estado debe servirlo, no regularlo.

Por eso lo que está en juego en la Corte trasciende a un individuo.
La pregunta real es otra:
¿La ley es pareja o solo opera hacia abajo?

Y el fondo de la discusión es fiscal. México ha evitado durante décadas un debate que el mundo resolvió hace tiempo: la progresividad tributaria.
La regla es simple: quien gana más, debe pagar más.
No como frase moral, sino como principio de diseño estatal.

Países con sistemas fiscales progresivos —Canadá, Alemania, Francia, Dinamarca, Suecia— aplican tasas significativamente mayores a los tramos altos de ingreso y, a cambio, garantizan derechos sociales amplios: salud pública, educación universitaria accesible, pensiones dignas, movilidad social real. No se trata de castigar a la riqueza, sino de impedir que la riqueza se convierta en poder por encima de la ley.

México no recauda poco porque los pobres no paguen; recauda poco porque los sectores con mayor capacidad contributiva cuentan con dispositivos para no hacerlo: esquemas de deducción agresiva, diferimientos indefinidos, litigios interminables, amparos que duran más que los sexenios.

Lo que hoy discute la Corte no es un saldo fiscal:
es el principio de igualdad democrática.

No puede haber democracia cuando hay quienes pueden comprar tiempo, influencia o interpretaciones legales a la carta. No puede haber Estado de derecho cuando el poder económico funciona como excepción permanente. No puede haber justicia cuando los que más ganan son los que menos aportan al sostenimiento colectivo.

La decisión de la Corte marcará un precedente, pero la disputa no se resuelve en tribunales.
Se resolverá en si la sociedad mexicana decide seguir tolerando que el privilegio sea la norma o si exige, de una vez por todas, un sistema fiscal que trate a todas y todos como iguales.

La pregunta es ineludible:
¿Queremos un país donde la ley se cumpla, o uno donde la ley se negocie?

La respuesta no la dictará un ministro ni un presidente.
La dictará el pueblo cuando decida de qué lado de la historia quiere estar.

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